Llega noviembre vistiendo Vírgenes de negro. El morado se impone en túnicas de imagen de Cristo y en las Iglesias, revistiendo de luto el recuerdo. Rosarios de ánimas con letanías de añoranza para elevar oraciones por los que se fueron, por los que nos precedieron y nos legaron la fe sobre la que se sustentan nuestras devociones.
Las misas de Réquiem en nuestras
Hermandades y Cofradías se ofician por las almas de sus fieles difuntos. El
recuerdo duele en la melancolía de los rápidos atardeceres que se van
imponiendo. Velas que se encienden e iluminan el cementerio. Cera que se
consume igual que lágrimas derramadas. Es la cera de los que se han ido, de los
que han dejado en mano de la eternidad el lento devenir de sus días. Y en el
fondo de este ritual tan simple como significativo, se intuye una forma de
decirnos a todos lo breve que seremos. La orilla de la ausencia en estos días
se inunda de momentos vividos junto a nuestros seres queridos y la añoranza del
pasado nos entristece el alma al recordarlos.
Los recuerdos están ahí, interiorizados dentro de nosotros, y Dios nos da memoria para que nunca olvidemos a los que queremos y a los que nos quisieron y que un día partieron para gozar de Su Divina Presencia.
Y en estos días de esta festividad
litúrgica de los fieles difuntos, debemos honrar esta memoria y hacer patente
su recuerdo. Porque no debemos olvidar, que en un día, quizás no muy lejano, y
tomando las palabras de San Juan De La Cruz: “..al atardecer de nuestra vida,
Dios nos examinará en el amor. “
Quedaremos entonces en el recuerdo y
la memoria de los que aquí queden.
Dales
Señor el descanso eterno y brille para ellos la luz perpetua. Las almas de
todos nuestros fieles difuntos, por la misericordia de Dios, descansen en paz.
Amén
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